Como ecólogo especializado en bosques tropicales, he dedicado décadas a estudiar ecosistemas cuya complejidad aún me asombra. He visto de primera mano cómo un solo árbol antiguo puede ser un mundo entero para innumerables especies, cómo un cambio sutil en las plantas del sotobosque puede anunciar cambios profundos en la salud de un ecosistema, y cómo todo está profundamente interconectado.
Por eso, cuando escucho debates sobre la creación de mercados para “salvar la naturaleza”, una parte de mí siente esperanza, pero otra, más grande, permanece profundamente cautelosa. La idea de canalizar fondos hacia la conservación es una necesidad urgente. Sin embargo, al observar cómo han evolucionado ideas de mercado, como los mercados de carbono, me detengo a reflexionar. Los bosques, los humedales y el mundo natural no son algo que podamos tratar como simples hojas de cálculo; tratarlos de esa forma puede llevarnos por un camino peligroso.
La historia comienza con los mercados de carbono. Nacidos del deseo genuino de abordar el cambio climático, estos mercados buscaban ponerle un precio a la contaminación, creando un sistema en el que emitir menos gases de efecto invernadero tuviera un beneficio financiero tangible. Para ello, se definió una unidad comercializable: una tonelada de dióxido de carbono equivalente (CO₂e). Si una empresa o proyecto lograba reducir sus emisiones o capturar carbono de la atmósfera, podría ganar “créditos de carbono” para vender en un “mercado de carbono”.
Desde la perspectiva de un ecólogo, el diseño de estos mercados favorecía lo que era más fácil de medir, antes que los complejos funcionamientos de un bosque. Pensemos, por ejemplo, en proyectos industriales como capturar metano de un vertedero o la instalación de paneles solares: sus insumos, resultados y reducciones de CO₂e, pueden medirse con una precisión ingenieril. Esto no quiere decir que fueran sistemas perfectos, pero era más predecible que estimar cuánto carbono almacenará un bosque recién plantado durante los próximos 100 años, o demostrar que un bosque existente habría sido talado. Este sesgo inherente hacia lo “fácilmente cuantificable” es comprensible desde una lógica de mercado basada en unidades claras e intercambiables.
Los grandes desafíos surgieron cuando estos mercados intentaron incorporar plenamente las “Soluciones basadas en la Naturaleza” (SbN), como el uso de bosques, suelos y humedales para absorber carbono. No hay duda de que estos ecosistemas son sumideros de carbono increíbles y pueden contribuir enormemente a la reducción global de emisiones, pero también son sistemas vivos, dinámicos y complejos. Y fue precisamente ahí donde la lógica simplista del mercado de carbono comenzó a chocar con la realidad ecológica.
La idea de “compensar” la destrucción de un bosque antiguo y único creando una nueva plantación en otro lugar, incluso si es más grande, no refleja la magnitud de la pérdida ecológica. Muchas especies, estructuras del suelo y funciones ecológicas tardan siglos, incluso milenios, en desarrollarse y no pueden ser simplemente replicadas”.
Los proyectos de carbono basados en la naturaleza enfrentan problemas persistentes:
- Adicionalidad, o la pregunta “¿Acaso hubiera pasado igual si…?”: Imaginemos un proyecto que reclama créditos por proteger un bosque de la deforestación. ¿Estaba realmente ese bosque bajo amenaza inmediata, o habría permanecido intacto sin el dinero del carbono? Demostrar esta “adicionalidad” resulta sumamente difícil en contextos sociales y económicos complejos. Diversas investigaciones han evidenciado casos en los que se otorgaron créditos para evitar una deforestación que, en realidad, probablemente nunca iba a ocurrir. El resultado: “créditos fantasmas” sin beneficios climáticos reales.
- Permanencia, las incertidumbres de la naturaleza: Los bosques almacenan carbono, pero ese almacenamiento no está garantizado para siempre. Un bosque plantado para créditos de carbono podría ser destruido por un incendio (cada vez más probable con el cambio climático), afectado por plagas o talado ilegalmente décadas después. Para cubrir estas pérdidas, el mercado intentó crear “reservas de créditos”. Sin embargo, estas se basan en suposiciones generales, no en riesgos ecológicos específicos y a largo plazo. No es lo mismo el carbono almacenado en una formación geológica (una solución tecnológica) que el carbono en un árbol vivo.
- Fugas, el traslado del problema: Si protegemos un área de bosque, ¿acaso la actividad de tala simplemente se desplaza a los bosques vecinos que no están protegidos? ¿O la presión agrícola se traslada a otra región? Este efecto, conocido como “fuga” puede reducir significativamente el beneficio neto de carbono del proyecto. Calcularla con precisión en paisajes extensos es una tarea monumental.
- Medición, contabilizar carbono en un mundo complejo: Aunque existen métodos para estimar el carbono en los bosques, como la medición de árboles y el análisis de suelos, estos procesos son mucho más complejos y variables que medir emisiones de una chimenea industrial. Esto ha generado preocupaciones sobre la precisión y fiabilidad de la contabilidad de carbono en muchos proyectos basados en la naturaleza.
¿El resultado? Una proporción significativa de los créditos de carbono basados en la naturaleza, especialmente los relacionados con la reducción de la deforestación evitada (REDD+), han enfrentado duras críticas por no entregar los beneficios climáticos prometidos. No se trata solo de un debate académico; estas dudas han provocado una caída en la confianza y el valor del mercado. El mecanismo creado para proteger los bosques terminó, en muchos casos, debilitado por el intento de reducir la complejidad ecológica a una unidad de mercado simplificada.
Ahora, la atención se centra en los mercados de biodiversidad. La Tierra enfrenta una sexta crisis de extinción, con poblaciones de vida silvestre en grave declive. El déficit de financiamiento para la conservación es enorme, estimado (por debajo) en más de 700 mil millones de dólares al año. Por eso, la idea de crear “créditos de biodiversidad” para atraer financiamiento privado está ganando terreno, incluso siendo reconocida en acuerdos globales como el Marco Global de Biodiversidad de Kunming-Montreal.
Pero si el carbono ya era complicado, la biodiversidad lo es aún más.
El carbono, expresado como CO₂e, es un contaminante global: una tonelada reducida en un lugar tiene, en teoría, el mismo efecto atmosférico que en cualquier otro punto del planeta. Esta fungibilidad, aunque imperfecta, permite un mercado global. La biodiversidad, en cambio, es la máxima expresión de la diversidad local y única. Las especies, la diversidad genética y las relaciones ecológicas de un bosque amazónico no tienen nada en común con las de un pinar en Escocia o un manglar en Indonesia.
No se pueden intercambiar entre sí, ni afirmar que son equivalentes.
La idea de “compensar” la destrucción de un bosque antiguo y único creando una nueva plantación en otro lugar, incluso si es más grande, no refleja la magnitud de la pérdida ecológica. Muchas especies, estructuras del suelo y funciones ecológicas tardan siglos, incluso milenios, en desarrollarse y no pueden ser simplemente replicadas.

Midiendo los manglares en Kalimantan Occidental, sumideros de carbono vitales.
Esto nos lleva a la hercúlea tarea de definir una “unidad comercializable de biodiversidad”. ¿Qué exactamente estaríamos comerciando?
Algunos proponen un “conjunto de métricas”: contar especies indicadoras clave, medir la calidad del hábitat o evaluar funciones ecosistémicas. Por ejemplo, el Wallacea Trust, en colaboración con Plan Vivo, propone que un crédito podría definirse como un aumento del 1% en al menos cinco métricas locales por hectárea. Es un enfoque más matizado que una sola métrica simplificada.
En Inglaterra, la política de Ganancia Neta de Biodiversidad (BNG, por sus siglas en inglés), ahora obligatoria para muchos proyectos de desarrollo, utiliza una “Métrica de Biodiversidad” con respaldo legal. Esta herramienta compleja calcula “unidades de biodiversidad” en función al tipo de hábitat, área, condición, singularidad y ubicación estratégica. Los responsables de proyectos de desarrollo deben mostrar al menos un 10 % de ganancia neta.
Aunque la cuantificación es necesaria para facilitar las transacciones, también implica enormes riesgos.¿Cómo se determina el peso relativo de distintas especies o funciones dentro de una misma “cesta” de indicadores? ¿Puede realmente el aumento de especies comunes compensar la pérdida de una especie rara o endémica? Existe el riesgo de que se “juegue con las métricas”: que se priorice lo más fácil de medir o mejorar para obtener un buen puntaje, en lugar de enfocarse en lo que es más crítico para la salud y resiliencia del ecosistema a largo plazo.
Por ejemplo, el uso rígido de la métrica BNG ya ha dado lugar a intercambios ecológicamente cuestionables, como descartar la plantación de árboles nativos para maximizar las “unidades de pradera”, simplemente porque mejorar un pastizal existente arroja un puntaje más alto en la métrica.
Si simplemente trasladamos la arquitectura defectuosa de los mercados de carbono —con sus desafíos de adicionalidad, permanencia, fugas y monitoreo— al ámbito de la biodiversidad, que es aún más compleja y fundamentalmente no intercambiable, estamos sentando las bases para un fracaso de mayor escala. El riesgo de greenwashing —crear una apariencia de impacto positivo mientras el daño real persiste— es enorme.
Las primeras experiencias con esquemas de compensación de biodiversidad, como la banca de mitigación de humedales en Estados Unidos o la BNG en Reino Unido, ofrecen lecciones cruciales.Si bien el sistema estadounidense logró movilizar miles de millones de dólares hacia la restauración ecológica, ha enfrentado serias dificultades para cumplir su objetivo de “no pérdida neta”, en parte por problemas con la equivalencia ecológica real y brechas en el monitoreo.
Aunque la BNG del Reino Unido es un programa relativamente nuevo, ya enfrenta importantes desafíos, como la limitada capacidad para su implementación efectiva a nivel local, la incertidumbre sobre si el 10% de ganancia neta funciona más como un margen de seguridad que como un beneficio real, y dudas sobre la viabilidad y el monitoreo a largo plazo de estas ganancias. No son simples problemas iniciales, sino señales de dificultades estructurales para que estos mecanismos de mercado generen beneficios reales y duraderos para la naturaleza.
La biodiversidad del planeta no es una colección de piezas intercambiables. Es la red viva e intrincada que nos sostiene. Si vamos a utilizar mecanismos financieros para protegerla, deben ser diseñados con una comprensión profunda y respeto por los principios ecológicos. No podemos repetir la lógica fallida de intentos anteriores”.
Entonces, ¿cuál es la alternativa? ¿existe realmente una? Sí, pero solo si construimos mecanismos basados en realismo ecológico:
- Aceptar la unicidad local, no la fungibilidad global: el valor de la biodiversidad es intrínsecamente local y específico. Un crédito generado por la restauración de un pantano en Escocia no equivale a uno obtenido por la protección de un arrecife de coral en Indonesia. Por ello, los mercados deben centrarse en ecosistemas prioritarios, aplicando métricas adaptadas a las particularidades de cada lugar.
- Priorizar resultados reales sobre unidades comerciables: El objetivo no debe ser crear una mercancía líquida, sino lograr mejoras reales, medibles y duraderas en la salud del ecosistema, la supervivencia de especies y los medios de vida locales.
- Medición con integridad: Si vamos a utilizar métricas, estas deben ser científicamente sólidas, transparentes y capaces de reflejar la complejidad ecológica. Es fundamental reconocer las incertidumbres inherentes y aplicar márgenes de precaución
- Fortalecer la gobernanza y la transparencia: Es imprescindible contar con procesos de verificación independientes, reglas claras, registros públicos accesibles y una fiscalización rigurosa. Debemos evitar los conflictos de interés que afectaron a los mercados de carbono.
- Empoderar a los Pueblos Indígenas y comunidades locales: Son los guardianes más efectivos de la biodiversidad. Cualquier mecanismo debe respetar plenamente sus derechos, involucrarlos activamente en el diseño y gestión, y asegurar que reciban beneficios justos y equitativos. Un buen ejemplo es Plan Vivo, que garantiza que gran parte del financiamiento vaya a actores locales.
- Enfocarse en contribuciones, no solo compensaciones: El lenguaje importa. Los créditos de biodiversidad deben financiar acciones adicionales de conservación y restauración, nunca servir para justificar destrucción que podría evitarse. Debe aplicarse rigurosamente la jerarquía de mitigación: evitar, minimizar, restaurar y, solo como último recurso, compensar.
La biodiversidad del planeta no es una colección de piezas intercambiables. Es la red viva e intrincada que nos sostiene. Si vamos a utilizar mecanismos financieros para protegerla, deben ser diseñados con una comprensión profunda y respeto por los principios ecológicos. No podemos repetir la lógica fallida de intentos anteriores.
Por los bosques que estudio, por quienes los cuidan y por la vida que sostienen, debemos ser más rigurosos, honestos y reflexivos en cómo valoramos y comercializamos la naturaleza. La naturaleza no exige nada menos.
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